Pasaban los
días y Luna erraba por el mundo rodeada por una espesa aura negra que espantaba
hasta a los cuervos. No sabía cómo poner en práctica los consejos de la Gran
Maestra. A su alrededor sólo veía decadencia, seres que malgastaban su vida en
tareas ignominiosas: vendedores
de gamusinos, falsificadores de currículos, teleoperadores de compañías
telefónicas, etc. Apenas quedaba un alma pura en la Ciudad de los
Parásitos.
—Solo un milagro me salvará —pensaba
Luna—. No tengo fuerzas para esforzarme en nada, ni tengo nada por lo que valga
la pena luchar. Pasar de todo, es lo único que haré, ya nada me importa.
—¡Qué pesada! ¡Todo el día
dramatizando! ¡Qué desdichada soy! ¡Qué cruel es la vida con las personas
humildes! ¡Qué mente perversa urde nuestros destinos y ríe a costa de nuestras
desgracias! ¡Bla bla bla, bla bla bla!¡A pico y pala te ponía yo, para que
tuvieras algo serio de lo que quejarte! ¡Plasta! ¿Me acompañas al mercado? —le
propuso Pompa intentando animarla—. Tengo que comprar melones cantalupos y
mangos.
—Bueno, si
te emperras —respondió Luna apática.
Entonces, el
Universo, que se complace viéndonos gritar y patalear en su montaña rusa
infinita, le dio a las estrellas la orden de ataque para que inyectaran en las
venas de Luna la más poderosa de las drogas que se destila en las bodegas de
los dioses del Olimpo: el Amor. Pero, ¿qué es el Amor? El Amor —del latín amor, -oris— es, como dice la RAE, el
“sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia,
necesita y busca el encuentro y unión con otro ser”.
Luna, movida
por un impulso sobrenatural, se acercó a ese ser majestuoso y, con una voz que
parecía emerger de una dimensión oculta a los ojos de la malhadada raza de los
mortales, le dijo:
—Hola, ¿qué
haces?
—He
abandonado la tranquilidad y el descanso que me brindan mis aposentos para
descender por la ardua senda que trae al mercado y adquirir distintas viandas
que me proporcionen la energía necesaria para mi sustento, entre ellas puerros,
calabacines y otro vegetales varoniles que gusto de digerir en la cotidianidad
de mi vida de soltero en edad casadera. Y usted, dama de halo grisáceo y
semblante huraño ¿qué desea?
—Molestar. ¿Me
invitas esta tarde a merendar?
—No tengo
por costumbre aceptar este tipo de invitaciones provenientes de individuos de
su clase social, pero su nimbo espectral ha causado en mi cierta sensación de
desasosiego y un genuino interés por descubrir más acerca de su persona y sus
inquietudes, así como las razones y circunstancias que le han llevado a
acercarse a mí en un escenario tan vulgar, habiendo salido hoy de su humilde
morada con la única intención de adquirir frutas redondeadas para apaciguar el
deseo de su acompañante de que usted recibiera en su seno algún rayo furtivo de
sol que coloree la blanca tez que luce su merced después de, según parece,
haber pasado meses encerrada bajo llave durante las horas de luz para salir a
devorar almas en la oscuridad de la noche, amparada por los espectros más
sangrientos de la eternidad...
—¿Sí o no,
pesado? —le cortó, Luna.
—Efectivamente,
bella y rezongona dama.
Luna y
Víctor, que así se llamaba el pedante caballero, vivieron un largo y apasionado
romance. Hacían muy buena pareja, ya que no tenían nada en común: Víctor era un
hombre de largas disertaciones, Luna una mujer de pocas palabras, Víctor
provenía de una familia aparentemente noble, Luna fue amamantada por la Leona hasta que un campesino las
encontró y decidió adoptarlas, Víctor era prudente y sesudo, Luna impulsiva e
inestable, Víctor se reía sigilosamente, las carcajadas de Luna hacían temblar
la tierra profundamente, provocando desprendimientos en los techos del Hades. Se
complementaban perfectamente, como el día y la noche, y del otro tomaban lo que
en sí mismos no tenían. Así, Luna se olvido de sus preocupaciones por un
tiempo, hasta que el Universo se las quiso recordar.
—Amada Luna,
Lunita, luz de mi vida y fuego de mis entrañas, he gastado toda mi fortuna en
complacer tus deseos y ahora ya no me queda nada. En la Ciudad de los Gorrones,
como gustas de llamar a nuestra patria, no queda sitio para el amor insaciable
de dos almas tan puras como las nuestras, debemos partir a conquistar otras
tierras. Vente conmigo, yo te lo ruego. Si osas quedarte, tendremos que darle
sepultura a Cupido, pero que sepas que el vacío de tu corazón te pesará hasta
el día de tu fallecimiento y nunca habrá otro apuesto señor que te proporcione
los cuidados que yo te brindé desde el esperanzador día que te cruzaste en mi
glorioso camino.
—Que sí, que
yo también me quiero pirar de aquí.
En resumen,
aunque Víctor hablara y obrara como un noble hasta donde le permitiera su
bolsillo, en realidad era de clase trabajadora como Luna y tampoco encontraba
un oficio con el que pagar sus antojos. Por ello, cargaron de viandas las
alforjas de sus caballos y partieron en busca de una nueva vida.

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