Hace poco,
poquísimo tiempo, en un lugar muy, muy cercano —la Ciudad de los Parásitos–
vivía una joven plebeya en una choza mugrienta. Cansada de los hábitos de su
familia —la violencia, el insulto y el griterío—, que ya se habían enraizado
profundamente en su carácter, decidió escapar del nido y volar en busca de un
oficio que le permitiera fundar su propio hogar y establecer sus propias leyes.
Luna, que
así se llamaba nuestra humilde joven, encontró varias ofertas de trabajo, pero
ninguna que le entusiasmara, excepto maquilladora de cadáveres, para ponerle
color a la muerte y realzar su belleza. Sin embargo, para conseguir este puesto necesitaba un
diploma que era inalcanzable para ella en ese momento.
Pasó los
días chapoteando en océanos de inseguridad, rabia y desconsuelo, planeando atracos
y todo tipo de hurtos mayores, maquinando e inventando formas posibles de
evadir la vida de vasallaje y sus obligaciones, que siempre comparaba con los
infiernos. Hasta que un mal día, Virgilia llamó a su puerta para reclutarla
para su negocio, que consistía en vender oxígeno puerta por puerta.
—Cuánto más
oxígeno vendas, más dinero ganarás, pero si no te compran nada, sin sueldo
perecerás– cantaba la loca de la jefa.
A Luna este
trabajo le pareció muy bonito —porque ayudaba a los demás a respirar– pero también
aburridísimo. Como no encontraba nada mejor y estaba harta de soportar las
desavenencias de sus progenitores, aceptó.
A la mañana
siguiente, Luna se enfundó sus mejores galas y, enarbolando la más falsa de sus
sonrisas, partió al trabajo. Virgilia le dio pocas pero certeras indicaciones.
—Piensa que
las personas actúan como un rebaño de ovejas: donde va una, van todas. En otras
palabras, la envidia es el Primer motor inmóvil del universo. Explícales que
todos los vecinos respiran ya el oxígeno que provee nuestra empresa y no
dudarán en apuntarse. El ser humano es envidioso por naturaleza, es decir, nace
siéndolo, no lo aprende. Te lo digo yo que tengo hijos y encima gemelos, de dos
años.
—Sí, señora —respondía Luna, que estaba
convencida de que la manera de medrar en todo negocio consistía en dar siempre
la razón a sus superiores.
Se pateó
toda la ciudad llamando a cada puerta. Pero se sentía tan ridícula en su personaje
que jamás pudo vender una bocanada de aire. Los pies le dolían, pero sobre
todo, le olían y, por esta razón, enseguida consiguió lo que en el fondo
deseaba desde su primer día: el despido. Dilapidó lo poco que ganó en pócimas
para apagar el fuego que crepitaba en su mente y sus entrañas, pero lo único
que consiguió fue avivarlo. Su perra, la Pomerania Pompa, viéndola tan
enloquecida y perturbada, quiso consolarla.
—La vida
fácil es para los mediocres, Luna. El destino asigna los retos y desafíos más
arduos a las almas elevadas, porque solo ellas los pueden superar. Acepta estos
regalos tan macabros que el universo te ofrece a ti, solamente a ti, porque
sabe que eres la única que los puedes valorar.